Desde la antigüedad se ha observado el cielo en busca de explicaciones sobre nuestro origen. Tales de Mileto se aventuró a decir que el mundo no fue creado por dioses, todo estaba hecho de agua. Anaximandro estableció que en el mundo existe una cierta proporción de tres elementos (fuego, tierra y agua) siendo cada uno de estos elementos un dios y este mundo solo era uno de muchos. Anaxímenes se arriesgó con la forma de la Tierra: es un disco rodeado de aire. Pitágoras tridimensionalizó este disco dándole forma de esfera. Empédocles, profeta y hombre de ciencia un poco charlatán y con aspiraciones demiúrgicas sabía que la luna brillaba debido a una luz reflejada, aunque también pensaba lo mismo del sol; pensaba que todo mundo material es una esfera con el amor dentro y la lucha fuera. Anaxágoras fue el primero en pensar que todo es infinitamente divisible, incluso la porción más pequeña incluye algo de cada elemento: el sol y las estrellas son piedras ardientes, aunque no sentimos su calor por estar muy distantes. Leucipo y Demócrito introdujeron la teoría atomista; los átomos son partículas indivisibles y entre ellos existe un espacio vacío, son indestructibles y siempre están en movimiento. El vacío es un no-ser.
En el S.XVI Nicolás Copérnico predijo el sistema heliocéntrico desestimando los sistemas ptolemaicos; los planetas giraban alrededor de una estrella que era el sol. Kepler introdujo las órbitas. Y no fue hasta 1920 que Edwin Hubble demostró que el sistema solar forma parte de un complejo mayor: la galaxia (existen millones de ellas).La diferenciación entre espacio y materia nos hace recorrer un trayecto desde Aristóteles hasta Einstein pasando por Newton, Descartes y Leibniz. En la física moderna no existe el vacío. En cualquier lugar existen ondas recorriendo el espacio.Este recorrido por la literatura y la ciencia nos lleva a observar aquello que nos rodea: la naturaleza, el cielo… los planetas que forman parte del sistema solar.
Miguel Ángel Aranda, en esta exposición “Cuerpos Celestes”que captura nuestra mirada hacia sus obras, es más platónico que atomista: las ideas son más reales que el mundo natural. No es necesario observar los planetas, mejor imaginarlos.Aranda imagina cada uno de estos planetas del sistema solar y los asocia a nosotros mismos dándoles una mirada personal –quasi platónica–, la visión del artista. Sus planetas no consiguen escapar al magnetismo de unos pinceles que trazo a trazo abarcan una esfera completa y confieren a cada uno de ellos una atmósfera especial.
Nicolás de Cusa y Giordano Bruno pensaban que los habitantes del sol, por su influencia ígnea, eran más claros, iluminados e intelectuales, así como los de la luna eran más excéntricos. Bernard Le Bovier pensaba que los venusinos eran apasionados y los mercurianos enloquecidos… En el libro Cosmotheoros, conjeturas relativas a los mundos planetarios, sus habitantes y producciones, 1698, Christiaan Huygens visita alegóricamente cada uno de los planetas dando significado a todo lo que allí imaginaba. En la actualidad todavía seguimos preguntándonos qué clase de vida puede haber en cada planeta, seguimos buscando evidencias millonarias…
Miguel Ángel Aranda es como un viajero espacial que tiene el privilegio de averiguar los seres que viven en cada planeta, así como Duracotus hizo con la luna.Igual que nosotros observamos el universo de Aranda, sus planetas –él– lo hacen con nosotros. Desde que el sol deposita su mirada en el “visitante” ya no dejará de hacerlo. Le seguirá a través de la sala. Y a cada paso, como si recorriésemos millones de kilómetros, se unirán nuevas miradas de cada uno de los planetas, desde los más pequeños a los más grandes, de los más próximos a los más alejados, de los amarillos a los rojos y los azules. Se trata, pues, de un viaje que no deja indiferente, tal es la fuerza de los colores y las miradas, tal la atracción hacia unas atmósferas únicas.
Los planetas de Aranda han conseguido escapar de la rigidez del lienzo y dibujan curvas imposibles. En alguna ocasión Aranda había probado con formatos particulares –como paletas de pintura–, pero en esta ocasión ha conseguido huir de la atracción gravitatoria del lienzo y del formato cuadrado sintiendo la libertad de orbitar sobre formatos únicos creados por él mismo. Las obras de esta exposición son como un tentáculo más de la Vía Láctea que componen el universo del artista y sintetizan todo su recorrido por más de veinte años. Desde luego se trata de una exposición provocativa, particular y atrayente que no deja indiferente; una especie de viaje espacial –a bordo de la nave del arte– para los sentidos. Para observar sus planetas no será necesario un telescopio ni una noche sin luna, bastará con que nos dejemos atrapar por esas miradas indiscretas y al igual que Platón imaginemos el resto.
Ximo Rochera